lunes, 19 de noviembre de 2012

ESTRELLA DE LOS VIENTOS


Por: Lilia Ramírez
Amo viajar, no importa qué tan cerca o qué tan lejos, amo desplazarme por los caminos sin importar si son autopistas, caminos federales, polvosas terracerías, fangosas veredas, abruptas cuestas empedradas, surcos celestes, ríos caudalosos, amplias e iluminadas avenidas, fríos rieles o peligrosas embarcaciones carentes de chalecos salvavidas. Lo que me deleita en realidad es vivir el movimiento con su constante cambio de perspectiva, la diversidad del paisaje, la audacia con la que puedo inmiscuirme, inadvertidamente, en situaciones ajenas que siempre me fascinan porque me crean la ilusión de formar parte de todo aquello que observo y me hace crecer: madres viajando con sus pequeños hijos, parejas de enamorados, ancianas montadas en sus bicicletas yendo de compras, hombres de negocios muy trajeados esperando sus trenes en las estaciones, hombres de campo arreando sus burros, enjambres de jóvenes de uniforme y mochila regresando a sus casas o paseando por las avenidas, locos turistas en sandalias y bermudas disparando sus cámaras fotográficas, en fin, la diversidad de escenas humanas es infinita. A mí me gusta viajar para encontrarme con la gente pero también amo ver los campos y los mares, los árboles y los edificios, los sembradíos y las congestionadas urbes. De todo este maremágnum de cosas que admiro mientras me desplazo de una ciudad a otra, la campiña captura mi atención, entre otras cosas, por sus colores también en continuo movimiento. Nunca es igual el paisaje aunque se recorra la misma carretera todo el tiempo. El sol, imperturbable, nunca alumbra igual, las nubes filtran su luz de maneras distintas cada mediodía, el verdor se renueva constantemente en ese ciclo vital en el que está inmerso: tierno, maduro, envejecido, muerto. La tierra cambia de color según la humedad que recibe: unas veces es árida, reseca, otras. Otras ocasiones se suaviza por la lluvia, las filtraciones de las montañas, el riego artificial. Es entonces cuando su color cambia y ennegrece, enrojece, o amarillenta, es decir, se ve fresca. La proliferación de flores silvestres es otro motivo que me cautiva. Esas florecillas, que nadie siembra, son la cereza del pastel cuando me desplazo por tierra, casi siempre las distingo como manchas coloridas, puede ser que cubran enormes áreas, colinas enteras, como las rojas amapolas que vislumbré en la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha, en un tour que hicimos a Segovia y Toledo, o la albura de la aromática manzanilla en las inmediaciones de Huelva, en Andalucía, o aquellas de las que nunca supe su verdadero nombre, de un intenso color amarillo, parecidas a los “perritos” mexicanos, abundantes en la campiña argentina, en los alrededores de San Carlos de Bariloche. De ellas, los lugareños me comentaron que se trataba de una plaga. Aunque así lo hubiera sido, la vista de tan enormes extensiones teñidas de un amarillo dorado, será algo que siempre llevaré conmigo.
Estoy convencida de que, en México cuando menos, los tapetes florales naturales van de acuerdo con el calendario de celebraciones. Así, en mayo, por ejemplo, los campos se tapizan de blanco en un homenaje a la maternidad. En marzo y abril, he advertido cómo los campos se visten de lila y morado, eso se debe indudablemente, a las celebraciones de la Semana Mayor. En noviembre, para ofrecer culto a los muertos, predomina el amarillo gracias a la magia del cempasúchil principalmente, aunque estos son de cultivo, pero de manera natural crecen girasoles y esas pequeñinas florecitas de cuatro pétalos que se miran por doquier. En esta categoría de las flores silvestres amarillas, y más allá de la temporada de un mes o dos, crece la que diría yo, es la reina de las flores silvestres: el diente de león. Una flor admirable cuando fresca; misteriosa y volátil ya seca. ¿Quién de nosotros no ha soplado suavemente sobre esta graciosa y perfecta esfera de tallitos, llamados cipselas, que se dispersan como diminutos rehiletes hasta engancharse en la primera superficie rugosa que encuentren durante su vuelo? Al diente de león, a quien Wikipedia le atribuye setenta y uno  nombres comunes, además de “achicoria” y "áster" (astro o estrella) por la forma de su semilla y también "panadero", se le atribuyen muchas propiedades medicinales, dicen que cura inapetencia, indigestión y disturbios hepáticos. Sus hojas, que se comen en ensalada, contienen gran cantidad de vitamina A, C, hierro, aportando a la dieta más hierro y calcio que las espinacas u otras hortalizas. Con sus flores se prepara mermelada y vino, Se recomienda asimismo sembrarla entre plantas del jardín para ahuyentar los insectos. Pues esta criatura, aparentemente tan insignificante, de la que no hay reportes de cultivo, crece en cualquier sitio: en las fisuras de las banquetas, en los acotamientos de las carreteras, en cualquier rincón de los patios, en los prados públicos. Áster es una reina sin corona, quizá deberíamos empezar a llamarle: estrella de los vientos.liliaramirezdeoriza@hotmail.com

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